Manchas de zapatos descalzos en la pared, rastros de cafeína y de alcohol perfuman el cuarto, se amontan libros con puertas cerradas y el Quijote sigue secuestrado en el armario mientras las letras se suicidan en la ventana. Por todos partes hay vestigios de abstinencia, placer solitario y soledad.
Cuarenta días, cuarenta cartas y un poema (que nada tienen que ver conmigo) desde aquella maldita noche en el parque, en que aquellos inocentes condenados, dijeron mucho y no se escucharon nada.
Aquella noche, quisieron jugar a dolerse a través del roce de la brasa de sus pieles. Ese día él esperaba sentirla suya, como tantas veces la había sentido un verano.
Tanta espera, días que sólo fueron una voz al teléfono, días que la tuvo tan cerca y la naturaleza no lo dejó hacerla suya. Esa noche ya no era la flor roja su enemiga, era ella la que no quiso, no pudo.
Un pudor ajeno, un miedo que llevaba encadenado, un rencor que era su lucha y se camuflaba en un “te quiero”, el lugar impropio (¿acaso existe lugar impropio?), le hicieron sentir vergüenza de su cuerpo, como si él no conociera sus caderas, la llanura de sus pechos y sus pies fríos.
Después de tanto haberse guardado para él, como si supiera que este momento llegaría, guardarse con el cuerpo de la primera vez.
No había argumentos convincentes que explicaran su miedo, su estúpida manera de poner barreras y no dejarse entregar como quería, quizás los argumentos estaban en aquella carta que él rompió en su rostro cumpliendo su orden.
A veces creo que los suyo es una condena, una obsesión, un vicio, algo permanente, que crece con su odio, semejante al amor- pasión que arrasa con todo, que vive en el refugio de lo prohibido y está destinado a consumirse en las sombras.
Ese sentir difícil que los vence, que los hace diferentes, pecadores, ¿cobardes?...
Hoy se dejan vivir, ella se esconde tras sus letras y él se aferra a sus fórmulas. Y se vuelven iguales a todos y se conforman con amor sencillo, con una paz que odian, con veranos vacíos de alma, con una vida que le dibujaron otros.
Él altivo y ella arrogante, ninguno dispuesto a ceder, ninguno dispuesto a perder. Lejos uno de otro, con el orgullo de bandera, prefieren la herida que la tregua.